El muro de Cualquiera.
Érase una vez un hombre llamado Cualquiera.
Cualquiera, desde niño, había sido muy bien educado. Había
recibido de los mejores profesores las mejores lecciones, y de lo mejor, lo más
selecto.
Lo único que tenía que hacer Cualquiera era construir un
muro. Un muro llamado “vida”. No tenía ni idea de quién le había puesto ese
nombre, ni por qué debía construirlo ni quién se lo mandaba, pero todos los
demás lo hacían, y él, por lo tanto, también.
Sus padres siempre estaban sobre él vigilando como construía
su muro, su vida. Debía ser un muro
ejemplar, con una buena base para que no se derrumbase.
Lo que más inquietaba a Cualquiera eran las palabras
escritas en cada ladrillo. Recordaba que de pequeño, contenían palabras como “educación”,
“respeto” , y cosas por el estilo que no comprendía, pero a medida que su muro
crecía y el se hacía mayor, las palabras de los ladrillos cambiaban para hacer
de su muro algo digno.
Cuando llegó a la edad adulta, tuvo que poner ladrillos como
“trabajo”, “dinero”, “honor”, “fama” y otros tantos que, aunque él no supiese
por qué debía ponerlos, le eran impuestos por los demás.
Pues lo importante, y su único objetivo, era construir el
muro. Su concentración llegó a tal punto que, construyendo su muro, su vida, se olvidó de sí mismo.
Cualquiera no se acordaba ya de cuándo comenzó a
construirlo, y cuándo lo terminaría era un misterio, pues en su muro, su vida, se conoce el presente (aunque se
ignore por qué construimos un muro) y el futuro no son más que ladrillos
metidos todavía en el saco. Cualquiera ignora qué ladrillo sacará la próxima
vez que meta la mano.
Y así, Cualquiera dedicó muchos años a su muro,
concentrándose en cada ladrillo, colocándolo con una precisión abrumadora en su
justo lugar.
Pero, como siempre pasa, llegó el día en que al meter la
mano en el saco, no hubo más ladrillos. Su muro había acabado.
Bajó de la gran escalera que lo elevaba hasta lo alto y
admiró qué buen muro, y qué buena vida había construido.
Pero al mirarse a sí mismo en el espejo después de tanto
tiempo, no se reconoció: Su pelo había encanecido, su cara estaba llena de
arrugas, y sus manos temblaban ahora que no tenían ningún ladrillo que
sostener.
Desesperado ante la rapidez con la que su vida, su muro, había pasado, recorrió
minuciosamente todos los ladrillos, desde el primero al último.
Eran todos ladrillos muy buenos en el comienzo: “dinero”,
“fama”, “gloria”, “poder” y otros tantos que le hicieron tan feliz…Pero en lo
más alto del muro había una serie de ladrillos que lo asustaron, pues él no se
acordaba de haberlos puesto: “soledad”, “decadencia” y otros tantos con nombres
aterradores se alzaban en lo alto, imponentes.
Cualquiera no los había colocado, ellos mismos fueron los
que, sin previa invitación, se unieron a su muro, su vida.
Entonces, Cualquiera distinguió en medio de su gran muro una
flor marchita cuyas raíces habían conseguido abrirse paso entre los ladrillos.
Subió los peldaños de la escalera y la arrancó, dándose cuenta de que tenía
palabras escritas en cada uno de sus pétalos podridos: “Amor”, “Amistad”,
“Compañía” eran algunos de ellos.
Cualquiera lloró al darse cuenta de que, construyendo su
muro con tanta profusión, ignoró por completo esa flor, que había terminado por
pudrirse.
Bajó de la escalera, sólo para ver como la flor se deshacía
entre sus manos y como su muro, poco a poco, se derrumbaba.
Lloró por todos los años de trabajo, por la dedicación que
había puesto a su vida, y por no
haberse dado cuenta de que, en medio de los ladrillos que conforman nuestro
muro, existe una flor a la que, si no se le hace caso, termina por morirse.